El público aplaudió entusiasta, en parte tal vez por recompensar las penosas condiciones en que los intérpretes ucranianos han ensayado, todo hay que decirlo, porque eso también es meritorio.Y hubo constantemente dignidad.
Cuando Adriana declama, la cantante entra en el melodrama del habla-conocimiento, un medio de demostrar emoción o desenfado, que aquí consigue un efecto especial por su duración y originalidad (el canto se convierte en un medio normal de comunicación, el habla sirve a la expresión artística).
Al final, como no podía ser de otra manera, una visión de horror muestra furtivamente sus aterradoras zarpas en este mundo de tanta banalidad y artificialidad, cuando el conde Tomski interpreta una canción sexista y es destripado por dos terroríficas conejitas como las de la promoción de la anacrónica revista Playboy.
El fallo fundamental de la producción es que transforma en cómicos muchos momentos que dudo mucho que lo fueran en la mente de Shostakóvich.Es cierto que es una risa amarga, pues todo lo que vemos es radicalmente sórdido, pero incluso esa risa que se estrangula en la garganta hace que el drama que se viva en escena parezca menor, una chanza de mal gusto, un mal chiste de bragas, camisetas y calzoncillos sucios (en amplia exhibición, por cierto, durante gran parte de la obra)