Discos
Incomprendido Saint-Saëns
Raúl González Arévalo
El acercamiento a grabaciones de óperas desconocidas tiene un apriorismo inevitable: hay títulos, como Cinq-Mars de Gounod, Herculanum de David, La reine de Chypre de Halévy o Le Pré aux clercs de Hérold, por citar otras grabaciones de Ediciones Singulares recientemente comentadas desde estas páginas, que fueron grandes éxitos en su estreno y durante décadas. La escucha confirma las razones que hoy solo transmiten los libros y la prensa de la época. Otros, lo tienen más complicado para dar la campanada, como el desconocido Godard con su desconocida Dante, y aún así lo logran. Por último, están las óperas desconocidas de compositores consagrados, como Le mage o Thérèse de Massenet. Aquí uno siempre se pregunta dónde está el problema. Proserpine de Saint-Saëns pertenece a esta última categoría.
De la producción lírica del francés solo un título ha logrado establecerse en el repertorio de manera firme, Samson et Dalila (1877). Henry VIII, que también entró en el repertorio en su momento, se repone ocasionalmente, en Francia (hay un DVD grabado en el Teatro Imperial de Compiègne) y fuera –aún se recuerdan las representaciones en el Liceo de Barcelona con Montserrat Caballé–. Los expertos consideran que su mejor título es Ascanio, del que ahora se publica la primera grabación hasta donde sé (B Records). Sin embargo, para su primera integral del compositor, Ediciones Singulares se fijó en un título en el que creyó hasta su fallecimiento y que no encontró el éxito esperado: Proserpine.
Basada en un éxito literario de Auguste Vacquerie, Saint-Saëns se enamoró de la posibilidad de escribir una ópera ambientada en la Florencia del Renacimiento –el tópico de la Belle Époque hecho ópera– e incluso se desplazó a la capital del Arno para inspirarse musicalmente. La protagonista sería una cortesana a la que todos deseaban pero cuyo amor verdadero no es correspondido: Proserpine ama a Sabatino en secreto, pero este va a casarse con Angiola, hermana de su mejor amigo, Renzo. Ciertamente la historia no tiene nada de original. Ni siquiera el segundo acto, ambientado en el convento en el que la prometida aguarda a que su hermano le anuncie con quién se casará y que fue el único que logró un consenso unánime, insuficiente para ganar el favor del público para toda la ópera. En la primera versión (1887) Proserpina, celosa, apuñalaba a Angiola, lo que a su vez provocaba su apuñalamiento a manos de Sabatino. Dos muertas y una protagonista asesina eran demasiado cruentas para la sociedad parisina de la época, si bien la crítica se cebó con la aparente incapacidad del compositor para escribir según las necesidades del género, tachándolo de excesivamente sinfonista y, para mayor afrenta del honor patrio –con la humillante derrota en Sedán (1870) ante los prusianos escociendo en la memoria– de wagnerianista. Se avivó una agria polémica en la que el compositor tuvo que justificar su obra y Gounod tomó partido públicamente por su colega, defendiéndolo en varios foros.
Convencido del valor de la obra, Saint-Saëns volvió sobre la partitura, introdujo cambios en los pasajes más criticados y la reestrenó en 1899, que es la versión grabada. Ahora la protagonista era sorprendida queriendo apuñalar a la rival y, detenida en su intento, giraba el arma hacia sí misma y se suicidaba, expresando sus mejores deseos a la pareja, en un final poco creíble que pretendía rebajar su perversidad. Pero ni por esas. No creo tampoco que vaya a lograrlo en el siglo XXI. La ópera es ciertamente notable, en particular en la diferenciación musical de cada acto, y la música sin duda agradable, pero no hay ninguna melodía grandiosa que subyugue al oyente al estilo del aria de Samson o las arias de Dalila (“Mon coeur s’ouvre à ta voix” es prácticamente irrepetible en su producción). La gran escena de Proserpina en el tercer acto es más un arioso que un aria, como se la describe formalmente, pero en cualquier caso después de la escucha encuentro injustas las acusaciones de que el sinfonista eclipsa al operista, las líneas vocales me parecen bien escritas, apenas en momentos puntuales la orquesta cubre la voz. Respecto al wagnerianismo del que se le acusa, realmente no aparece por ningún lado –menos aún al lado de otros autores como Chabrier (Gwendoline) o Reyer (Sigurd)–, ni siquiera en el pretendido uso de varios leit-motiv reivindicado por el propio compositor, difícilmente reconocibles con la simple escucha. La estructura de la ópera mantiene la división por números tradicionales y reconocibles (arias y dúos), aunque hay un intento de dar fluidez y continuidad al desarrollo. Y, desde luego, está en las antípodas de ese pseudo-oratorio (o trasunto de grand-opéra corta y de temática religiosa) que es Samson et Dalila. En consecuencia, en mayor medida que otras grabaciones como las citadas más arriba, se trata de una ópera que necesita un acercamiento realmente interesado por profundizar en la producción lírica francesa fin-de-siècle.
El papel protagonista es complicado, desde múltiples puntos de vista. Saint-Saëns lo ideó expresamente con una voz de soprano falcon, poderosa, tipo Dalila, en mente. Sin embargo, no encontró intérprete adecuada y tuvo que “asopranar” la parte para lograr estrenarla, si bien quedan algunas frases y descensos al grave que recuerdan la intención original. Respecto a la caracterización musical y dramática, es probable que en manos de otro compositor con mayor instinto dramático como Massenet o Puccini (en vista de la intención original de Saint-Saëns de componer la ópera sobre un libreto en italiano) la protagonista hubiera alcanzado musicalmente la complejidad psicológica que el autor veía en ella y que a mí se me escapa en momentos clave como su aria, en la que Proserpine se debate entre dudas a la vez que se expone su cansancio ante la mala suerte. Sin embargo, inmediatamente después llega la sorpresa, en el dúo que cierra el tercer acto, cuando Saint-Saëns es capaz de proponer un drama musical y vocal verdadero, en el que las dos mujeres evolucionan respecto a la caracterización anterior y por fin hay violencia en la música y las frases cantadas. No he podido evitar pensar cómo habría sonado en todo el acto una auténtica soprano falcon como Shirley Verrett, Dalila histórica. Comoquiera que sea, Véronique Gens es la auténtica protagonista del registro, a pesar de algunas reservas. Las frases más graves a las que aludía la obligan a sonidos más construidos que naturales, aunque son puntuales. Los momentos más dramáticos (básicamente el tercer acto) se habrían beneficiado de un color más oscuro y mayor corposidad en el centro. Afortunadamente brilla en el registro agudo, su mejor baza, y en los pasajes vocalizados como los que hay en el final del primer acto, inesperados a estas alturas de siglo. Además, la intérprete luce la dicción inmaculada de siempre, inteligible como pocas, a la que dota de acentos dramáticos adecuados, siendo capaz de una gran vehemencia, inesperada en ella, propia de una Dalila. A la postre la Gens compone un retrato muy notable con el material que le da el compositor, superando sus propias limitaciones.
La otra soprano, la angelical Angiola, está bien caracterizada musicalmente y revela una evolución clara en el tercer acto. Marie-Adeline Henry le presta un timbre cristalino y pureza en la línea de canto, pero sobre todo es capaz de crecerse en el dúo con la rival desconocida, imprimiendo una gran fuerza a sus frases, aunque desde el punto de vista dramático sea poco creíble que en el transcurso de pocos días pase de ser casi una novicia en el segundo acto a una mujer segura, capaz de hacer frente a la hábil cortesana en el tercero. Entre los hombres Frédéric Antoun responde por color y características a las necesidades de Sabatino, un papel de lírico que en otro momento habría hecho las delicias de un Vanzo o un joven Alagna. No deja de ser paradójico que la protagonista solo tenga un aria y el tenor tres, momentos que aprovecha en todas sus posibilidades. Andrew Foster-Williams ya ha demostrado su adecuación a los papeles malvados de este repertorio (Père Joseph de Cinq-Mars y Méphisto de Faust, ambas de Gounod) y su Squarocca no es menos, siempre cuida el acento, la pronunciación es perfecta y el cantante se luce en el brindis del tercer acto. Por timbre sin embargo seduce más el otro bajo, Jean Teitgen, un Renzo suntuoso e imponente. Perfectos en sus pequeños cometidos los secundarios.
Ulf Schirmer parece destinado a resucitar estas óperas desconocidas para insuflarles vida. Sin duda el edificio sonoro ideado por Saint-Saëns es enormemente atractivo para cualquier director y orquesta, y la ópera, concisa, con apenas hora y media de música, ofrece un drama compacto. No deja de ser paradójico que una fundación americana, establecida en Italia, patrocine el repertorio francés más desconocido recurriendo a una orquesta y director alemanes, en repetidas ocasiones, pues tras esta Proserpine siguieron el Godard (Dante) y el Gounod (Cinq-Mars) citados. La orquesta de la radio de Múnich suena magnífica en toda la grabación, hace frente a la complejidad de la instrumentación con brillantez y contribuye de manera decisiva al éxito de la propuesta. Y sí, puedo entender que Saint-Saëns no comprendiera el poco éxito de su cortesana.
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