Discos
Spontini, entre la tragédie lyrique y la grand-opéra
Raúl González Arévalo

Aunque el poema de Brecht se titula Malos tiempos para la lírica y se refiere a la poesía, me ha venido a la cabeza porque, en realidad, corren buenos tiempos para la (ópera) lírica y para Spontini en particular. El número de obras rescatadas, representadas y grabadas en general es mayor que en ningún tiempo pasado. Y Spontini no es ajeno a esta circunstancia. En el siglo XX se recuerda fundamentalmente la contribución de Maria Callas, que rescató en La Scala La vestale en 1955 (Emi/Warner). Sigue siendo considerada su obra maestra, a pesar de lo cual, y no obstante representaciones posteriores como las dirigidas por Riccardo Muti (Sony 1994), no ha conseguido entrar de forma estable en el repertorio.
No se puede decir que el compositor no ha recibido atención: Fernand Cortez (en italiano, en el Maggio Musicale Fiorentino) fue representada antes de la exhumación callasiana, con Renata Tebaldi (Hardy Classics/Line Music 1951) y posteriormente con Ángeles Gulin (Arkadia 1974), y subirá de nuevo al escenario florentino el próximo otoño dirigida por Fabio Luisi; le siguió, siempre en Florencia y antes de la Callas en Milán, Agnese di Hohenstaufen de la mano de Vittorio Gui con un reparto encabezado por Franco Corelli (Myto 1954); años más tarde recibió la visita de Riccardo Muti y Montserrat Caballé (Memories/Opera d’oro 1970).
Respecto a esta Olimpie, Francesco Molinari-Pradelli ya la rescató en italiano con un reparto de campanillas (Pilar Lorengar, Fiorenza Cossotto, Giangiacomo Guelfi, Nicola Zaccaria) en Milán (Opera d’oro 1966), dos décadas antes de las funciones berlinesas encabezadas por Julia Varady y Dietrich Fischer-Dieskau (Orfeo 1984) que han quedado como un hito y referencia discográfica absoluta. Por no hablar de otras comedias italianas publicadas por Dynamic como Li puntigli delle donne (nada menos que con Alberto Zedda, 1996) o este mismo mes de agosto de 2019 Le metamorfosi di Pasquale.
Este repaso viene a cuento porque algunos parecen haber descubierto el compositor a propósito del lanzamiento del penúltimo volumen de la colección de ópera francesa patrocinada por el Palazzetto Bru Zane. Que, sin embargo, en este panorama más amplio de lo que podía parecer de entrada, no solo es bienvenida, sino que señala además una vía absolutamente necesaria: la de la recuperación con todas las garantías filológicas, musicológicas y artísticas que hay a disposición en el siglo XXI. El resultado no podía ser mejor.
Olimpie tiene una historia compleja, que ha dificultado mucho la reconstrucción, como exponen con todo lujo de detalles los distintos artículos que acompañan la edición del Palazzetto Bru Zane, marca de la casa. Estrenada en 1819, en plena Restauración, se trata de la tercera tragedia francesa tras La vestale (1807) y Fernand Cortez (1809). Precisamente por su estrecha relación con el Imperio napoleónico, habiendo recibido el apoyo expreso y los favores tanto de Napoleón como de Josefina de Beauharnais, Spontini no fue visto con los mismos ojos al regreso de los Borbones al trono francés. Las pocas funciones que recibió así parecen certificarlo, a pesar de la presencia de Caroline Branchu, la gran estrella de la escena parisina desde finales del siglo XVIII, como Statira, madre de la protagonista y viuda de Alejandro Magno. La soprano, la última gran tragédienne, había protagonizado estrenos tan notables como Les bayadères de Catel, Les Abéncerages de Cherubini o los títulos del propio Spontini citados, que alcanzaron las 200 funciones cada uno.
Spontini estrenó una segunda versión en Berlín dos años más tarde, en alemán, con libreto de E. T. A. Hoffmann (1821). Y este mismo texto traducido al francés es el que sirvió de base para la tercera y última versión, estrenada en París de nuevo en 1826, pero sin mayor fortuna. La fundación italo-americana con sede en Venecia ordenó la preparación de una edición crítica en colaboración con la Fundación Pergolesi Spontini de Jesi a Federico Agostinelli a partir del conocimiento de que la partitura original de la primera versión había sido destruida por el propio compositor, que para la tercera desmembró la segunda (fruto del desmembramiento de la primera), pegando el material existente en el orden definitivo de la última y garabateando encima las modificaciones. El resultado es que se ha podido reconstruir con gran fidelidad esta última, que se diferencia netamente de la grabación de Orfeo, que aunque está cantada en francés –pronunciado de aquella manera– básicamente se corresponde con la segunda de Berlín. Lástima que para poder presentarla en dos discos se hayan realizado dos pequeños cortes en la música de ballet, aunque sean menores que las de su competidora berlinesa.
Desafortunadamente, resulta imposible reconstruir la primera versión de la ópera, sin duda interesante por el contexto de la creación y por su mayor cercanía al original de Voltaire (1761) que sirvió de inspiración para el libreto, con el final trágico. Por otra parte, a pesar de la fecha relativamente tardía (1826), Spontini seguía siendo claramente un compositor que hundía sus raíces en el Neolasicismo, de modo que tanto el sujeto ambientado en la Antigüedad Clásica, como la estructura musical de la obra, con evidentes ecos gluckianos, resultan desfasados en la tercera década del siglo XIX. Además, a pesar de la asimilación evidente del lenguaje de la tragédie lyrique francesa, no deja de ser un compositor italiano, con un tratamiento magnífico de la melodía y la voz. Sin embargo, desde este punto de vista, resuenan ecos que recuerdan más la música de décadas anteriores (Cimarosa o Paisiello), totalmente obsoleta después de que el huracán Rossini hubiera revolucionado y cambiado para siempre la escena italiana. Más aún, en 1826 el pesarés ya había estrenado en París títulos italianos, compuso Il viaggio a Reims y ofreció Le siège de Corinthe, que con Moïse et Pharaon y, sobre todo, Guillaume Tell, pondría los cimientos sólidos de ese género tan parisino que fue la grand-opéra, que terminó por conquistar Europa.
En este contexto en el que el Romanticismo estaba irrumpiendo con fuerza en la escena francesa y europea, una ópera sobre la viuda y la hija de Alejandro Magno resultaba tan anacrónica en la temática como el Alessandro nell’Indie que Giovanni Pacini estrenó en Nápoles en 1824 con libreto (adaptado) de Metastasio. Al mismo tiempo, sus dimensiones, con grandes masas corales y estructuras dramático-musicales de gran complejidad, son muy superiores a las de cualquier obra de Gluck. Para muestra, los dos primeros finales, realmente impresionantes. Al mismo tiempo, sus tres actos se quedan cortos para la grand-opéra que en cierta medida prefigura por el tratamiento de un sujeto histórico con toda suerte de efectos espectaculares. Como quiera que sea, si Catel era el eslabón perdido entre Mozart, Gluck y Meyerbeer, este Spontini es el punto intermedio exacto entre Gluck y Berlioz, no en vano un gran admirador de su música.
La tercera versión de la obra aquí grabada se estrenó con un reparto estelar: Laure Cinti, creadora de los principales papeles femeninos de Rossini en París, fue la nueva Olimpie; Caroline Branchu repitió como Statira y Adolphe Nourrit, hijo de Louis, asumió el Casandro creado por su padre. En esta ocasión no hay un elenco estelar, pero sí nombres sobradamente conocidos y respetados por su magisterio artístico, empezando por una inesperada Karina Gauvin, que abandona su repertorio barroco habitual para adentrarse en el siglo XIX de manera brillante. Su dominio del italiano es ya conocido, y precisamente por ello impresiona más aún su autoridad en el fraseo francés, con una pronunciación extremadamente cuidada y una intención teatral, siempre dentro del estilo, que la convierten en una magnífica protagonista. La soprano sabe hacer evolucionar su personaje, alternando la dulzura de los dúos con su prometido Casandro con momentos más dramáticos como el aria del tercer acto, “Ô saintes lois de la nature”. El resultado supera por dominio estilístico y belleza sonora el de Julia Varady, única referencia hasta el momento.
A su lado llamaba la atención la presencia de Kate Aldrich como Statira. La americana ha sabido encarnar otros papeles de mezzo aguda (o soprano corta), de Rossini (Zelmira) a Massenet (Werther). Dentro de la colección de ópera francesa patrocinada por el Palazzetto Bru Zane fue una excelente Varedha en Le mage de Massenet. En esta ocasión el cometido era de mayor calado, pues exigía dotes de tragédienne que bien habrían merecido una Régine Crespin. La americana está espléndida en la soberbia escena que abre el segundo acto, en la que encadena un recitativo, un aria y una plegaria sin solución de continuidad, una de las joyas de la partitura y de la grabación. Una vez reconocida como reina viuda asume acentos imperiosos de gran autoridad en el segundo final y durante el tercer acto, cincelando un retrato tan completo como se pueda desear.
Con Casandro se corría un riesgo mayor, pues había que contar con un intérprete capaz de recrear un protagonista masculino con una virilidad canora cuyo estilo se adecuara al del compositor. Mathias Vidal, habitual de la casa (Catel, Saint-Saëns), vuelve a asumir un papel protagonista, y si a su Cinq-Mars de Gounod adolecía de mayor vehemencia en momentos puntuales, su Spontini es sencillamente perfecto, toda una lección de estilo, en gran forma vocal, frente a un Franco Tagliavini errático en Berlín. Es él quien abre fuego con el aria “Ô souvenir épouvantable” y quien está a la altura de sus compañeras femeninas en los dos dúos con Olimpie y el trío que incluye a Statira.
Las otras dos voces masculinas, graves, clavan sus cometidos. Josef Wagner está mucho más cómodo con el baritonal Antígono de lo que estaba con el bajo cantante Assur de Semiramide. El timbre más oscuro y la voz más rotunda sientan mejor al personaje que el más claro y liviano Fischer-Dieskau. A su lado, Patrick Bolleire confiere toda la autoridad que requiere el papel del sacerdote hierofante con contundencia. El coro de la Radio Flamenca vuelve a lucir su maestría, como ya hiciera con Herculanum de David, Proserpine de Saint-Saëns y música religiosa de Gounod para el mismo sello. Está sobrecogedor en los finales de acto, pero siempre dentro del estilo del compositor, sonando gluckiano en los modos.
La mayor diferencia con el registro berlinés reside sin duda en la orquesta. Habrá quien prefiera las dimensiones mayores de la formación de la Radio de Berlín, pero desde un punto de vista de la interpretación históricamente informada el conjunto Le Cercle de l’Harmonie resulta decididamente superior, en la línea de otras formaciones que han abordado Gluck o Cherubini bajo esta misma perspectiva. Pese a que algunos consideran a Spontini como un precursor del Romanticismo, no hay más que informarse someramente de su concepción de la música para ver el rechazo que le provocaban otros compositores plenamente románticos, como Meyerbeer. Su ideal residía en Gluck y su generación de compositores franceses, y como tal hay que tratarlo. De la misma manera, la dirección de Rhorer encuentra el punto adecuado de equilibrio sonoro para dotar de teatralidad y empuje dramático una obra que supone un paso más en el modelo gluckiano y la tradición de la tragédie lyrique, de modo que la pasión que emana es reconocible en su lenguaje neoclásico y no romántico.
En vista del resultado, espero que metan mano pronto a La vestale, Fernand Cortez y Agnese di Hohenstaufen, de modo que se pueda valorar justamente la producción de un compositor que merece más atención de la que recibe.
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