Recensiones bibliográficas
Un espectáculo de masas
Raúl González Arévalo

El siglo XIX constituyó, sin lugar a dudas, el momento de mayor esplendor de la ópera, erigida en el principal espectáculo de masas. Tomando una cronología que no se guíe estrictamente por las fechas, sino por ciclos sociales y políticos, podríamos asumir su papel protagónico fácilmente entre 1789 y 1918, como han hecho tantos historiadores, para hablar de su cénit. Otra cuestión es que el libro que ahora comento se centre estrictamente en el Ottocento1, continuando el recorrido a partir del final del precedente Il Settecento, referente al Clasicismo. Un vistazo rápido al índice revela que, a diferencia de este, pero también del primer volumen de la serie, Il Seicento, que abarcaba el Barroco hasta mediados del siglo XVIII, en esta ocasión el lector no tendrá ninguna duda respecto al ámbito cronológico estudiado, pues las obras y estilos analizados no desbordan el siglo XIX.
A cambio, el volumen presentaba otra dificultad insalvable: durante el siglo XIX no se puede distinguir una uniformidad estilística semejante, por más que se estire el concepto de Romanticismo. Efectivamente, aunque genéricamente hablemos de bel canto italiano, los estilos de Rossini, Bellini y Donizetti tenían una fuerte personalidad e hicieron evolucionar la estructura del melodrama italiano, de modo que, salvo por convencionalismos más o menos presentes (las “arias de la cárcel” o las “escenas de la locura”, por ejemplo) y la estructura recitativo-aria-cabaletta, difícilmente se puede pretender una unidad mucho mayor que la cronológica y el recurso a los mejores libretistas, como Felice Romani, Salvatore Cammarano y Arrigo Boito. O la aceptación de las normas que regían la Opéra de Paris durante la estancia en la capital francesa en el caso de Rossini, Donizetti y Verdi.
Se trata de una cuestión más evidente aún cuando observamos otros nombres en el catálogo: no tanto por Giovanni Simone Mayr, cuya presencia es anecdótica con su Meda in Corinto, cuanto por compositores de la segunda mitad de siglo, de Arrigo Boito (Mefistofele) a Giovanni Bottesini (Ero e Leandro), pasando por Amilcare Ponchielli (La Gioconda) y Lauro Rossi (Cleopatra). A pesar del análisis de interés indudable, en particular en los casos de Boito y Ponchielli, su presencia resulta complicada de encajar dado que se ha decidido dejar para el segundo tomo de L’Ottocento la gigantesca figura de Verdi, ampliando la monografía que vio la luz siguiendo este mismo modelo de la nueva serie con ocasión del bicentenario de su nacimiento en 2013. El conocimiento de la obra del Cisne de Busseto es indispensable para entender el desarrollo del género en la segunda mitad del siglo XIX y su influencia indudable en autores como los mencionados. Imagino que otros compositores que estrenaron en la última década del Ochocientos como Leoncavallo, Mascagni y Puccini, adscritos a la Giovane Scuola, se abordarán en el volumen correspondiente a Il Novecento.
La situación es igualmente paradójica para la ópera alemana: junto a Humperdinck (Hänsel und Gretel), Marschner (Hans Heiling), Schubert (Alfonso und Estrella, Fierrabras), Schumann (Genoveva) y Weber (Euryanthe, Der Freischütz) se acusa el enorme vacío de la ausencia de Wagner, asimismo previsto en el segundo tomo anunciado y cuya influencia en el drama musical germano solo tiene parangón con la figura de Verdi en Italia. Lo que no quita que, en los distintos capítulos de cada compositor y en algunas propuestas inmortalizadas en DVD realizadas en Alemania, Giudici enlaza bien con los presupuestos del Regietheater desarrollado después de la II Guerra Mundial, que enunciaba en la breve introducción del volumen, cuando distingue no solo las escuelas nacionales del siglo XIX, sino también las características de las producciones teatrales del siglo XX, según se hable de Alemania, Francia, Inglaterra, Italia o Estados Unidos. Dota así de un contexto más amplio la producción, la evolución y las influencias de todos los nombres esperables, como corresponde a quien ha visto todo y a todos, cantantes, directores y directores de escena. En consecuencia, los retratos más equilibrados en cuanto a nombres y cronología los encontramos en la ópera francesa y rusa. De la escuela checa apenas comparecen Smetana (La esposa vendida) y Dvořák (Rusalka), esta última con un excelente y extenso análisis.
En la ópera francesa el número de títulos es relativamente reducido. La palma se la lleva, como era de esperar, Bizet y su Carmen (Los pescadores de perlas son anecdóticos) por múltiples razones. El primero y más importante, por el detalle con el que se expone la importancia músico-dramática y no solo musicológica de los distintos descubrimientos que conformaron las sucesivas ediciones críticas. El segundo, por el número de grabaciones analizadas, dieciocho (lejos, a pesar del número, de la treintena disponible para cada obra de la trilogía Da Ponte-Mozart). Así, junto con innumerables producciones que no han sido publicadas, aunque son igualmente recogidas, se extiende a lo largo de un centenar de páginas en las que el lector encontrará respuesta a todas las preguntas imaginables. El mismo esquema, con igual excelencia, se repite para Offenbach y sus Cuentos de Hoffmann.
Aunque Gounod (Faust, Mireille, Roméo et Juliette) es otro de los compositores indispensables del repertorio galo, es con otros nombres con los que Giudici realiza un ejercicio supremo de análisis músico-teatral rayano en el virtuosismo: Berlioz, Meyerbeer y Massenet. El primero ha tenido la fortuna de conocer varias ediciones de alcance histórico con sus monumentales Troyens, afortunadamente documentados en DVD. El último conoce la plasmación más amplia de su producción en DVD (Cendrillon, Chérubin, Don Quichotte, Manon, Le roi de Lahore, Thaïs, Werther). Aunque extrañamente falta el mejor DVD de la cortesana egipcia, protagonizado por Renée Fleming (Decca 2008), el lector apreciará en particular el extenso examen de la Cenicienta ideada por Pelly, así como de los distintos Werther y variadas Manon, con tradiciones muy diferentes pero bien representadas en formato audiovisual.
Precisamente la ausencia de correspondencia en DVD de las grandes obras de Meyerbeer hace indispensable la lectura de su capítulo para entender las claves músico-dramáticas de su producción de madurez, a pesar de lagunas tan notables como Le prophète, protagonista de recientes producciones de la edición crítica en Essen (apenas publicada en CD por Oehms), Toulouse y Berlín, las dos últimas el año pasado, pero sin opción audiovisual. Por eso, más allá de la presencia anecdótica de Il crociato in Egitto (a la que debe sumarse la publicación este mes, también en Dynamic, de Margherita d’Anjou), resulta fundamental la atención dedicada a Les huguenots a propósito de la mítica producción en La Scala (1962) y a Robert le Diable (París 1985, Berlín 2000), piedras de toque por muchos motivos superiores a las grabaciones audiovisuales disponibles, aunque por fortuna son accesibles en disco. Por motivos cronológicos y de falta de publicación el autor no entra tampoco en las novedades de la nueva edición crítica de Vasco da Gama/L’africaine, recientemente recuperada en Venecia y Frankfurt, a pesar de lo cual reivindica la importancia del compositor de forma convincente. Cierra el recorrido por la grand-opéra Halévy y su La juive, infinitamente más influyente que la Clari compuesta para la Malibran, y sobre todo la descomunal Hamlet de Thomas. En todos los casos las consideraciones de Giudici resultan fundamentales para entender las posibilidades dramáticas de obras demasiadas veces despreciadas como grandilocuentes, pomposas y vacías de contenido y significación teatral más allá de la escala monumental, cuando por el contrario ofrecen posibilidades de rabiosa actualidad, como se desprende simplemente de la lectura de estas páginas.
La ópera rusa ha sido una asignatura pendiente en Occidente durante mucho tiempo. Afortunadamente, la globalización ha permitido ampliar su presencia en el circuito lírico fuera de Rusia, hecho que tiene su correspondiente plasmación en las grabaciones en DVD. El análisis modélico que el autor realiza con Borodin (El príncipe Igor) da la medida de su profundo conocimiento de la escuela y la tradición rusa, musical y vocal, al igual que con Musorgsqui (Boris Godunov, Jovanschina). En los tres casos hay además una detallada exposición de las variantes de óperas que, por ello, no conocerán nunca una versión definitiva. Por otra parte, la dificultad de análisis no solo radica en la peculiaridad de la lengua y de la escuela eslava de canto, sino sobre todo en el trasfondo cultural del que emana, cuyo conocimiento es la clave para una comprensión de una finura y profundidad al alcance de muy pocos. Son solo la punta de lanza que culmina con Chaicovsqui (La dama de picas, Eugenio Oneguin, La hechicera, Mazepa, La doncella de Orleans, Vakula el herrero), en el que confluyen la influencia italiana y la tradición patria. Por este motivo se acusa más aún la ausencia de Nicolai Rismky-Korsakov, cuya presencia en DVD es prácticamente nula, por inexplicable que parezca.
Con todo, y como era previsible, el núcleo duro lo compone la triada belcantista italiana por excelencia: Bellini, Donizetti y, sobre todo, Rossini. Lógicamente, el planteamiento del volumen y en buena medida la atención que dedica a cada compositor está determinado por el número de títulos de la producción (muy reducida en el caso de Bellini con solo once obras) y la oferta en DVD. Así, el Cisne de Catania acusa, aun en el siglo XXI, la ausencia del revolucionario Il pirata, mientras que Norma no tiene en DVD la misma excelencia que en CD y las mejores propuestas no siempre han acabado fijadas en formato audiovisual, aunque lógicamente, siendo su obra maestra absoluta, es la que más juego da para el análisis teatral. Tampoco I Capuleti ed i Montecchi ni Beatrice di Tenda están particularmente logrados en formato audiovisual, de modo que las principales novedades músico-dramáticas proceden de las propuestas de La sonnambula y de I puritani di Scozia, esta última espoleada por el empleo de la reciente edición crítica.
Con todo, la recuperación de títulos indispensables junto a otros más prescindibles de la escena italiana de la primera mitad del XIX ha corrido a cargo, sobre todo, de Donizetti y Rossini desde la década de 1950. No obstante, es imposible realizar una confrontación entre ambos por el desequilibrio en la oferta de DVDs. Así, el Cisne de Pesaro se lleva la parte del león, por número de títulos (33 de 39, el 80% de su producción) y por páginas ocupadas, 300, mientras que de las 70 óperas del Cisne de Bergamo apenas encontramos 17 (25%), lo que lógicamente no puede dar una idea ajustada a realidad de su teatro musical, más aún cuando falta por completo un aspecto clave, las obras de madurez compuestas para la escena parisina, empezando por La favorite, desde los imprescindibles Kraus-Cossotto-Bruscantini (VAI 1971), de inexplicable ausencia, a la más reciente de Garanča-Polenzani-Kwiecień (DG 2016). Para las demás (Les martyrs; Dom Sébastien, roi de Portugal; la incompleta Le duc d’Albe), como para tantas otras ocasiones, hay que recurrir a los discos de Opera Rara, con informaciones impagables.
Esta laguna, sin embargo, no significa que le lector no disponga de las claves para apreciar la evolución en la concepción del propio drama donizettiano, o de su percepción en el siglo XX. Para el análisis meramente vocal me remito al volumen del mismo autor L’opera in CD e video (Milán, Il Saggiatore, 20073). Lo que en esta ocasión resulta fascinante es el análisis teatral de las producciones históricas preservadas en CD que constituyeron piedras de toque en la recuperación del catálogo donizettiano. Basta un ejemplo muy concreto: el de la llamada (aunque no concebida como tal) Trilogía Tudor. La aproximación que realiza Giudici a la Anna Bolena de Callas y Gencer, a la Maria Stuarda de Gencer, Caballé y Sutherland, y a la Elisabetta del Devereux con Gencer y Caballé da la clave de dos concepciones antitéticas que han estado en el origen del enfrentamiento entre aficionados desde su recuperación. Así, la griega y la turca partían de una óptica estrictamente teatral, la del personaje histórico que inspiraba el operístico. Por su parte, la australiana recreaba más bien el papel de las grandes prima donnas del XIX que constituyeron un referente estilístico constante en su carrera (Pasta, Grisi, Malibran), óptica compartida también en buena medida por la catalana, que frecuentó los papeles de Ronzi di Begnis. Todo ello rodeado de los grandes genios italianos de la dirección escénica, con Visconti y De Lullo a la cabeza.
El mismo esquema se repite para otros títulos indispensables de madurez, de Lucia di Lammermoor a Lucrezia Borgia, cuando se añaden otras representantes más cercanas en el tiempo como Gruberova, Fleming o Devia, soberbias cantantes (discutible el estilo donizettiano de la eslovaca) y actrices más limitadas. Sin duda alguna, memoria histórica viva utilísima para fijar por escrito referencias indispensables que bien podrían servir en el futuro. Ahora bien, también resulta obvio que en esta nueva óptica hay una perjudicada indiscutible: Joan Sutherland, tan apreciada en las valoraciones de Giudici de sus CDs, muy superiores, salvo en la Borgia, a las grabaciones postreras en DVD, por el contexto (compañeros de reparto, producciones medianas), y las limitaciones actorales de siempre. Los conciertos de Callas en Hamburgo son muestras inalcanzables de las posibilidades dramáticas del intérprete incluso fuera del contexto teatral integral.
Sin duda alguna, Rossini se ha visto favorecido frente a Donizetti en el rigor con el que la Fundación del mismo nombre ha impulsado las ediciones críticas, así como por el profundo conocimiento del más depurado estilismo que especialistas como Zedda y Gossett lograron trasladar a la escena en el Festival de Pesaro, frente a lo que se hacía (y se sigue haciendo) en Bérgamo. La cuadratura del círculo se ha completado, en última instancia, con producciones escénicas arriesgadas que han sabido revalorizar las posibilidades dramáticas de títulos tan inesperados como poco frecuentes en escena: Ciro in Babilonia, Sigismondo, Matilde di Shabran, Zelmira o Ermione. Se observa que son todos títulos serios o semiserios. En este sentido, el menor peso de la tradición les ha beneficiado frente a las propuestas de las óperas cómicas (Il barbiere di Siviglia, La cenerentola, L’italiana in Algeri), pero también de otros títulos fundamentales como Tancredi o Semiramide, de las que faltan algunas grabaciones recientes como la propuesta de Trieste (Kicco Classic 2004) en el caso de la primera, o la de Amberes para la segunda (Dynamic 2011), cuya profunda teatralidad reivindica convincente.
En definitiva, como en las anteriores ocasiones y a pesar de las dificultades por el mayor número de compositores (veintiocho), óperas (ciento tres) y escuelas nacionales (italiana, francesa, alemana, rusa, checa) abarcadas, que se desbordan a lo largo de 1.300 páginas, Elvio Giudici logra un retrato muy acabado –a la espera del segundo tomo dedicado a Verdi y Wagner–, coherente en el planteamiento, ágil en la exposición, profundo y divulgativo a la vez de la realidad del teatro musical europeo del siglo XIX y su interpretación en el XX y XXI. Como dice el subtítulo: historia, teatro y dirección escénica. Sencillamente indispensable, una vez más.
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